Estados Unidos incrementará un 10% la cooperación internacional para el desarrollo

La crisis alimentaria con amenaza de hambrunas, la espiral inflacionista de unos precios de la energía desatados y las tensiones geopolíticas han creado la necesidad urgente de elevar la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Así lo cree la Casa Blanca, que baraja aumentar hasta los 29.000 millones de dólares sus recursos a naciones de rentas bajas.

 

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La decisión política está tomada. A expensas de que tenga encaje presupuestario. Pero la orden dada desde el Despacho Oval a la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID), a cuyo frente está Samantha Power, ya está siendo ejecutada. Power, diplomática británica y escritora con pasaporte estadounidense y un extenso historial como defensora de los derechos humanos que dirigió el Consejo de Seguridad Nacional de EEUU entre 2008 y 2013, ha comparecido ya cuatro veces en el Congreso para recabar el apoyo legislativo a una partida de ayuda al desarrollo que supere los 29.000 millones de dólares, algo más del 10% de los recursos asignados en las cuentas federales del pasado ejercicio fiscal.

El argumento oficial de la Administración Biden podrá llevar no a un cambio de tendencia en las políticas occidentales de ayuda al desarrollo, porque su éxito dependerá del tenor que asuma el próximo proyecto presupuestario, pero parece cargado de realismo, incluso más que de unas buenas intenciones. Walter Kerr, director ejecutivo en Unlock Aid, think-tank que se identifica como una coalición de liderazgos de organizaciones sociales favorables al desarrollo global que pretende impulsar progreso económico y más sostenible a gran escala, lo explica de una forma muy elocuente en Foreign Policy: “La guerra de Ucrania y el creciente desabastecimiento de los flujos alimenticios ha impulsado a la USAID a planear más gasto de fondos, a expensas de lo que determine el Congreso en relación al programa económico del siguiente ejercicio fiscal y del examen [de los legisladores] sobre el itinerario del gasto que tiene pensado realizar la agencia”.

La tesis de la Casa Blanca también la compartes expertos como Scott Morris y Charles Kenny, del Center for Global Development, para quienes los escasos recursos actuales de la estrategia oficial de desarrollo estadounidense han creado la “burbuja de Washington”, en alusión al limbo en el que se ha asentado esta herramienta de la Política Exterior tras años de escaso bagaje por su pérdida de arsenal monetario. Pero “este escenario tiene que cambiar” explica Kerr si EEUU quiere seguir ocupando “un lugar de liderazgo en el mundo” y jugar un papel protagonista tanto en la lucha contra el cambio climático como en la consecución de los 17 objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, como en la involucración en ellos del resto de 192 países que se han comprometido a alcanzar estas metas o en asuntos como la restauración de la seguridad y de los flujos alimenticios, el impulso a la Sanidad o la resolución de los grandes desafíos globales.

También Power cree en una “nueva visión” de la ayuda exterior estadounidense, que incluya la inyección de fondos directos presupuestarios y que tengan como destino a instituciones locales de países de rentas bajas. Bajo un “status quo que debe ser flexible”; es decir que recupere “el factor de diversidad que le caracterizó en el pasado”. Porque entre 2020 y 2021, debido a la alta convulsión exterior y doméstica en EEUU, la USAID retrocedió en sus envíos a naciones en vías de desarrollo. Power apela al restablecimiento del consenso partidista para mejorar los desafíos y los objetivos en los próximos ejercicios. Un mensaje conciliador encaminado a alcanzar el visto bueno del Congreso. Los recursos no empleados por la USAID deben volver al Tesoro americano.

Esta obligación de retorno de fondos al desarrollo no empleados invita a modificar aspectos de la regulación contractual. Los lentos mecanismos que comprueban los requerimientos de avales y garantías hacen especialmente complejo un proceso de contratación al que sólo han accedido en el último año fiscal, sólo diez organizaciones, todas con sede en EEUU, acapararon más de la mitad de los acuerdos liberados por la USAID.

Kerr es de los que piensan que este escenario se debe modificar y que la agencia tendría que redefinir sus estructuras internas para agilizar con mayor celeridad sus fondos y operar con nuevos socios con mayores conocimientos precisos del territorio al que llegaría la ayuda estadounidense. Antes, incluso, de someterse a la evaluación del Congreso. Porque el propio Capitolio ha otorgado periodos de readaptación a sus agencias de desarrollo, desde la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional hasta la de Desafíos del Milenio, pasando por las iniciativas asociadas al Plan de Emergencia Presidencial para la Revitalización de la Ayuda y, por supuesto, a los programas humanitarios de la USAID.

Cambio de estrategia en la AOD

Para Kerr los mandatos del Congreso inducen a esta transformación. A que cada año la USAID elabore dos presupuestos internos; uno, basado en las prioridades anuales de los legisladores y otro basado en las necesidades de financiación de los países en los que tiene o piensa ejecutar sus recursos. Y aunarlos con las llamadas directivas regionales que liberan dotaciones a la USAID de las partidas presupuestarios englobadas dentro de las prioridades exteriores por latitudesy que tienen, además, una lista de países con fondos específicos -enmarcado en subdirectivas- en los que se establecen líneas monetarias específicas para áreas concretas de actuación. En el año fiscal 2022 que en EEUU opera desde el 1 de octubre al 30 de septiembre, aunque para entidades sin ánimo de lucro se expande de julio a junio, donde se encuadra la USAID, el Congreso liberó, por ejemplo, 2 millones en programas de impulso a la democracia a Gambia y otros 2 adicionales a los que ya había aprobado de respaldo económico a Maldivas. Este cambio de criterio con más flexibilidad y previsibilidad concedería a la acción exterior humanitaria americana un 96% más de opciones de actuación inminente frente a catástrofes inesperadas, explica Kerr.

Y es el momento. Porque este experto resalta que, en las recientes reuniones presupuestarias, el Congreso está valorando otorgar a la USAID mayores cuotas de autonomía financiera para así poder hacer un uso más inmediato de estas directivas específicas. De forma que se han incluido la inyección de recursos para sectores o áreas específicas, de manera que pueden emplear hasta 250 millones urgentes en proyectos educativos. “Cientos de millones de dólares podrían usarse por la agencia para necesidades prioritarias”. Eso sí, “a cambio de una contabilidad actualizada de las cuentas de la USAID, con información transparente y en tiempo real de contratistas y de subcontratistas que reciben y gestionan el dinero federal”. Así como “los progresos que logran en los objetivos asignados”. El Congreso, además, podrá requerir cualquier vínculo contractual, así como las enmiendas, extensiones o avances de estos compromisos en informes periódicos y puntuales. La aplicación de estas fórmulas elevaría del 10% actual al 20% el poder de maniobra de la USAID, según calcula George Ingram, de Brookings Institution.

Power también pretende una mayor involucración del Legislativo. Con gratificaciones dinerarias anuales para premiar programas con progresos demostrados. En paralelo, debería además fijar objetivos anuales. Método que elevaría la eficiencia de las iniciativas y que incentivaría a todos los actores involucrados en estas políticas, pero especialmente a los contratistas, a demostrar sus esfuerzos y resultados o, en su defecto, las garantías futuras para alcanzar en el fututo inmediato las metas establecidas. Finalmente -explica la responsable de la agencia- el Congreso debería usar su capacidad de manejo presupuestario para “demandar un mayor impacto de la USAID en sus cometidos federales” con exigencias de “revelación de sus retornos de beneficios”. O la inserción en el sistema de pymes, a las que se les ofrecería igualmente su participación en un fondo de innovación e investigación en programas de desarrollo en el exterior. Es lo que sus colaboradores denominan criterios DIV de Transición a Escala; es decir, de tránsito hacia un plan de impacto global. En la que también tienen cabida organizaciones que han sido incubadas y se han adentrado en la cooperación exterior, bien de forma autónoma o en cooperación con el sector privado. Ellas también tendrían acceso al llamado Global Innovation Fund.

Todo ello, convienen en destacar los expertos y autoridades federales, “contribuiría a aumentar la calidad de la ayuda internacional de EEUU, que se sitúa en niveles intermedios o bajos de las clasificaciones internacionales; en concreto, en el puesto 35 de donantes globales. Parámetro que Power asegura que debe corregirse y que conmina a la Casa Blanca y al Congreso a “actuar en otra dirección” a la que ha venido emprendiendo en el último decenio.

Aunque, sobre todo, durante la instauración del America, first de Donald Trump, tal y como dice otro reportaje de Foreign Policy en el que resaltan los “drásticos recortes” del líder republicano en la USAID. De nada menos que un tercio de los recursos en su segundo ejercicio presupuestario que dejó a EEUU muy lejos de sus propósitos de ayuda al desarrollo. Sus 13 órdenes ejecutivas entre 2017 y 2018 que afectaron a la agencia tenían como instrucciones “mejorar la eficiencia, la efectividad y la contabilidad” de la institución, pero en realidad pretendía desglosar la USAIDS de la Secretaría de Estado en un auténtico intento de “revisión de su mandato” estatutario, lo que llevó a uno de sus antiguos directores, Andrew Natsios, que ocupó el cargo durante el doble mandato del también dirigente republicano George W. Bush a presagiar “un inevitable desastre a largo plazo” de la asistencia al desarrollo americana. Temor que evitó el Congreso gracias al rechazo de senadores del Grand Old Party (GOP) como el senador Lindsey Graham que lideró la oposición dentro de la formación vinculada a Trump. La propuesta -avisó desde el principio- “ha nacido muerta”.

La predicción de Graham está sustentada en una gran parte de la opinión pública, según advierte Tom Kenyon, CEO de Project Hope, una entidad sanitaria con proyección mundial y sin ánimo de lucro, para quien “el dinero de ayuda humanitaria y económica de EEUU han salvado muchos millones de vidas y los estadounidenses no desean que esta herramienta de política exterior se acabe de repente; y mucho menos, drásticamente”.

David Miliband, ex jefe de la diplomacia británica, ha hecho recientemente un llamamiento para mejorar los recursos de las economías industrializadas en AOD, ya que casi un millón de personas “pierden cada mes sus casas como consecuencia de conflictos bélicos o desastres naturales” con más de 50 millones de personas sometidos a desplazamientos forzosos por estos dos factores. “Nunca desde la Segunda Guerra Mundial ha habido tantos seres humanos que han solicitado el estatus de refugiado y abandonado su país o sus naciones vecinas por causa de las sequías y las inclemencias meteorológicas”, explica antes de constatar que, además, “crece el número de países que unen su identidad nacional a un estado de autoritarismo que persigue a minorías de origen étnico, a estratos sociales discriminados o a grupos tribales”.

Para enfrentarse a este reto amenazante Miliband considera esencial una mayor implicación y recursos de instituciones de índole multilateral, imprescindibles para incentivar los aumentos presupuestarios nacionales que han reducido en los años entre la crisis financiera de 2008 y la Gran Pandemia su aportación a apenas el 40% de los fondos calculados por Naciones Unidas para abordar los desafíos globales humanitarios de manera regular. En la actualidad, la AOD supone el 0,3% del PIB, cuatro décimas por debajo del reto establecido por la ONU y el resto de instituciones multilaterales en los años noventa. Con apenas 135.000 millones de dólares de gasto conjunto en 2021.

Escrito por Diego Herranz.

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